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SEXTO DOMINGO DE PASCUA

Hemos escuchado en la primera lectura que al comienzo del cristianismo se produjo un fuerte conflicto en la primera comunidad. Dice el texto que se originó una “agitación” y una fuerte discusión entre los seguidores de Jesús. Todo eso condujo a la celebración del Concilio de Jerusalén, el primero en la historia de la Iglesia. El origen del conflicto fue el parecer de algunos de exigir a los no judíos que se convertían al cristianismo de acceder al rito de circuncidarse. El argumento que esgrimían era que de no hacerlo los no judíos no podían entrar en el reino de Dios. Recordemos que según el rito judío la circuncisión se realizaba al niño hombre a los ocho días del nacimiento asegurándole de ese modo todas las bendiciones prometidas para el pueblo elegido por Dios. El acto ritual de la circuncisión estaba entonces cargado de un fuerte significado cultural y religioso para el pueblo judío. Esto era lo que deseaban imponer los cristianos judíos a los cristianos paganos.

Los que estaban en contra de esta idea decían que la circuncisión ya no era importante porque en el cristianismo hombres y mujeres eran todos iguales y por el Bautismo todos adquiríamos la dignidad de hijos de Dios y miembros del cuerpo de Cristo. Lo que sí se necesitaba hacer era una constante “circuncisión del corazón” para que tanto hombres como mujeres lograran purificarse del egoísmo, del odio, de la mentira y de todo aquello que desordena la vida. La inquietud y el desconcierto que se habían provocado entre corrientes tan dispares fue resuelto a favor de esta posición que San Pablo defendió con pasión.

Por otro lado, en la segunda lectura tomada del Apocalipsis, se nos presenta también una crítica a todo intento de exclusión. Juan veía en sus revelaciones la nueva Jerusalén que bajaba del cielo y que era engalanada para su esposo, Cristo resucitado. La crítica que le hacía el cristianismo al judaísmo era que éste se dejó acaparar por el templo, en el cual unos pocos podían relacionarse directamente con Dios. En cambio, la Nueva Jerusalén que Juan describe en su libro no necesita templo porque Dios mismo estará manifestando su gloria y su poder para todos. Por tanto, ya no habrá más exclusión -ni puros ni impuros-, porque Dios lo será todo en todos, sin distinción alguna. Como podemos ver las lecturas de hoy nos señalan que para disfrutar de Dios la única condición necesaria será vivir desde un encuentro personal con Jesús sin excluir a nadie previamente de esta hermosa experiencia.

Al escuchar estos textos lo primero que se nos viene a la mente es que los conflictos resultan inevitables. No se desea el conflicto, pero el conflicto aparece necesariamente. Más de alguno se escandaliza cuando ven a sacerdotes u obispos pensar de manera distinta, o a cristianos actuar de manera diferente en cuestiones que son opinables. Muchas veces puede suceder que, estando de acuerdo en lo fundamental que para nosotros siempre será la verdad de Jesucristo, podamos experimentar diversas maneras de mirar las cosas. No todos podemos pensar de igual modo. En la vida para muchas cosas hay visiones diferentes y éstas, lejos de dividirnos, pueden llegar a enriquecer el conjunto. No podemos concluir necesariamente que la Iglesia está en crisis, o que una familia está en crisis, o que un país está en crisis, cuando vemos a personas opinar de forma diferente. En las contradicciones se nos está regalando una estupenda oportunidad para descubrir la verdad, para salir adelante con mayor profundidad y calidad. Esto es lo que sucedió finalmente en el Concilio de Jerusalén.

Pero lo que siempre será necesario en estas situaciones es discutir, confrontar y reaccionar con un corazón en paz. En el Evangelio de hoy volvemos a escuchar de boca de Jesús su regalo de paz: “les dejo la paz, les doy mi paz”. En estos tiempos que vivimos de inquietud y temor, de desprestigio eclesial, hace bien recordar estas palabras pronunciadas durante la Última Cena. Por tanto, en un contexto muy conflictivo y donde los ánimos, ustedes comprenderán, no eran de los mejores. ¿Qué permite la paz? Sin duda la presencia de Dios en la propia vida, el hecho de mantener el lazo fuerte con la persona de Jesús. La afirmación del Señor es clara: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. Cuando uno se siente habitado por Jesús todo resulta diferente y las discusiones que tengamos, aunque sean acaloradas, finalmente nos conducirán a la anhelada verdad que todos esperamos.

Cuando uno se sabe de memoria a Jesús, cuando uno se asimila a Jesús, se pierde en Él y pasa Él a ocupar el centro de los propios pensamientos y sentimientos, uno podrá tener la certeza de que, aunque se produzcan divergencias, mejor es no excluir a nadie en las conversaciones que tengamos porque ya no hay impuros a los que hay que ignorar. Esta forma de concebir las cosas nos llevará a saber enfrentar las situaciones duras de la vida sin desesperarse contando siempre con la abundancia de la paz que regala el Señor.

 

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