En la lectura del relato de Pentecostés observamos que quienes se habían comprometido a seguir a Jesús se encontraban reunidos rezando y pidiendo a Dios con insistencia la fuerza que todavía necesitaban para llevar adelante la tarea que se les había encomendado. Experimentaban, en el fondo, que les faltaba algo. No se decidían. Es en este contexto en donde el Espíritu irrumpe como un fuego. El Espíritu Santo aparece como un fuego que crece, que se propaga. En la escena este fuego tenía forma de lenguas, es decir era comunicación que los lanzaba a salir de ellos mismos, a dejar todo aquello que les daba aparente seguridad y a partir con el mismo ímpetu de Jesús a conquistar el mundo. Vemos que después de Pentecostés ese grupo de discípulos se consolidó y fortaleció. Ya no vivió cada cual separado o escondido por miedo. Comenzaba un “nosotros”. Comenzaba la Iglesia. Comenzaba el tiempo del Espíritu, que abría hacia un futuro lleno de desafíos.
El relato de los Hechos de los Apóstoles habla también de «un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento”. Fue una especie de terremoto que se oyó en toda Jerusalén, hasta el punto de que mucha gente se congregó delante de aquella puerta para ver qué ocurría. Se vio inmediatamente que no se trataba de un terremoto normal. Se había producido un gran temblor, pero no se había derrumbado nada. Fuera no se veían los «derrumbes», que sí se habían producido en el interior de cada discípulo. Tal vez recordaron lo que Jesús les había dicho el día de la Ascensión, de permanecer en la ciudad hasta ser revestidos de poder desde lo alto, y también aquellas otras palabras de que les convenía la separación con Jesús para que pudiera llegar a ellos el Defensor. Aquella comunidad necesitaba Pentecostés, es decir de un acontecimiento que sacudiera hasta lo más hondo el corazón de cada cual, algo parecido a un terremoto. Y cuando éste llegó una fuerte energía los envolvió a todos y una especie de fuego empezó a devorarlos en su interior. Con ello el miedo cedió el paso a la valentía, la indiferencia dejó espacio a la compasión y el calor rompió la cerrazón del corazón.
Pareciera que todos en la vida necesitamos momentos de pentecostés, de derrumbes interiores, de despojos de seguridades, de renovación de posibilidades. Todo eso conlleva necesariamente sostener una crisis. Algo nos debe quemar por dentro para poder salir de nuestro propio amor, querer e interés. La rutina tiende a amoldarnos y no nos resulta fácil ni espontáneo salir de ella, arriesgarse y renovarse. Esto nos pasa a todos. Este proceso de conversión lo tuvieron que hacer aquellos primeros discípulos de Jesús. Comprendieron finalmente que era conveniente la partida del Señor. Con el Espíritu Santo defensor podían ahora asumir el envío de ir por todas partes. Al recibir esta ayuda se dieron cuenta inmediatamente que el Espíritu de Dios no resultaba ser un espíritu de monotonía, de uniformidad, o de estancamiento. Por el contrario, fue políglota y polifónico, permitió el diálogo y los acuerdos entre quienes tenían puntos de vista distintos o modos de ser diferentes. Con el Espíritu Santo se hacía posible el milagro de entenderse entre los seres humanos.
Pedimos pues que el Espíritu Santo despierte en nosotros la fe y la confianza para hacernos portadores de la Buena Noticia de Jesús, para que cuidemos la vida de todos.