La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, va relatando el éxito misionero que en su tiempo conseguían Pablo y Bernabé con toda aquella gente que los escuchaba y que no eran judíos. Los empeños misioneros de estos dos personajes se convertían en fuente de propagación del Evangelio a lo ancho de todo el mundo pagano. Por otro lado, en la segunda lectura, el vidente Juan alienta nuestra esperanza con una magnífica visión de “un cielo nuevo y una tierra nueva”, ofreciendo una mirada a la gran meta a la que se dirigen los esfuerzos que hacen muchos para transformar las realidades de muerte que nos rodean con la fuerza vital arrolladora del Resucitado. Una nueva realidad de justicia, paz y amor fraterno trae la nueva Jerusalén que desciende del cielo enviada por Dios embellecida como una novia.
Estos textos sin duda reflejan una gran esperanza. Nos hace bien escucharlos en estos tiempos en cierto modo aplastantes, en que nos vemos sumergidos en tantas noticias desalentadoras, como las de sacerdotes acusados por abusos sexuales y por lo que han tenido que sufrir sus víctimas, o las contiendas políticas que suscitan la reforma de las pensiones, o los líos en el ministerio público y en el nombramiento de una nueva ministra para la Corte Suprema, o la reciente muerte de una mujer embarazada en un paradero en Cerro Navia. Todo eso es muy triste. Pablo y Bernabé en los comienzos del cristianismo fueron conscientes de lo inevitable que es “pasar por muchas tribulaciones”. Ante tantas realidades negativas que vamos conociendo la desesperanza se nos puede instalar en el corazón. Por eso que la lectura de hoy del Apocalipsis es muy reconfortante. Nos dice que Dios ya instaló su carpa entre nosotros, que habita a nuestro lado, que se apronta a secar nuestras lágrimas, y que desea hacer nuevas todas las cosas.
Pero no podemos quedarnos pasivos ante lo que va aconteciendo. Tenemos que ir haciendo aprendizaje de lo que va ocurriendo. Aquellas situaciones que en determinados momentos nos provocan vergüenza, miedo, nos terremotean, nos quiebran algo por dentro, pueden ofrecernos, al mismo tiempo, posibilidades para purificar nuestras intenciones, para mejorar nuestro proceder y para darle un sentido renovado a nuestra existencia. Incluso la actitud maldadosa que pueden mostrar en ciertos momentos quienes desean principalmente hacer daño puede servirnos también para potenciar un mayor realismo acerca de las cosas y para reparar conductas menos apropiadas que hayamos podido tener. Para los que aman todo puede ser una ocasión propicia porque a través de lo que va sucediendo continuamente estamos siendo llamados, como dice el vidente Juan, a reconocer la presencia de Dios actuando y facilitándonos la vida. No lo olvidemos: los problemas son grandes oportunidades para sentirse acompañados por Dios y para que actuemos en nuestros asuntos de mejor manera.
Debiéramos dejar de lado el negativismo. Recordemos que en todas las apariciones de Jesús Resucitado éste se presentaba regalando paz, consolando tristezas y desilusiones y comunicando la fuerza que se necesita para no encerrarse en uno mismo, que es lo que hace la persona negativa. Fue precisamente en la tarde del jueves santo, durante la última cena, en medio de la confusión de ese momento, cuando Jesús regaló a todos “el mandamiento nuevo”, de amarse unos a otros de la misma manera de cómo Él nos había amado. De un tal amor nace el deseo de un día diferente, de un día mejor, para cada uno y también para todos. De un tal amor nace el deseo del fin de toda tristeza, de toda rabia y de todo poder oscuro. El cielo y la tierra nueva prometida se inauguran cuando comenzamos a amarnos del mismo modo en que el Señor nos ha amado.
El Padre Hurtado decía que “no todo es Viernes Santo. Hay el domingo y esta idea ha de dominar. En medio de dolores, pruebas… optimismo, confianza, alegría. Siempre alegres”. Por tanto, decía, hay que preocuparse de los demás, de hacerles algún bien, de servirles. Esto hace que nuestros fantasmas grises vayan desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro. “No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida”. Hay pues que pensar en positivo. Eso es lo que nos hace misioneros de buenas noticias. Esta es la fuerza que hemos heredado como verdaderos discípulos del Resucitado. Tenemos que salir a demostrarlo.